2 ene 2010

A la orilla

Insisto en dividir el asunto en sectores, ver el odómetro, las señales de tránsito, las revoluciones, repasar el camino del aire, del combustible, los gases de escape quedan atras. El sonido del viento que se cuela por las ventanas, el perfil aerodinámico, supongo que es más fácil desplazarse con las ventanas arriba, pero no cambiaría nada por mi cara entumecida descifrando los olores de la vía. Las montañas que se pierden, los caminos cubiertos de maleza, la gente a la orilla del camino. Suicidas que cruzan la autopista, las casas lejanas, pintoreteadas con cal, chorreadas, los bloques de adobe, los bloques que se dejan ver entre paredes de 100 años. Los vendedores que corren, a la caza. La estabilidad del vehículo, la fuerza del aire a esa velocidad. Todos los caminos que llegan al mar, las calles que finalizan en una encrucijada. Cuento siete perros muertos, cada vez que me invade el olor de la sangre fresca y pisoteada mi garganta traga fuerte, un sabor metálico, de muerte, denso que se cuela y reposa rato largo. E intento no respirarlo, no sentirlo, en vano. ¿Qué acciones tomamos semejante a la valentía, o la ignorancia de estos animales? El deseo de cambiar, de confesar, de enfrentar una verdad que llega a toda velocidad y no hace nada por esquivarnos. El golpe nos impacta de frente, y en este momento se descubre nuestra naturaleza, el miedo, morimos de hambre a orilla de la carretera, reacios a esquivar a camiones de 18 ruedas. Es más fácil caminar hasta que los escenarios cambien por si solos. Fácil, fácil.

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