24 jun 2008

Ritual



Cada media tarde los mismos viejos –rostros de pesar agrietados, manos toscas, gruesas venas, uñas veteadas e invadidas de hongos, barbas de toda la semana. Dientes amarillentos y pulmones ennegrecidos por el carbón- con sus respectivas marcas en los asientos de siempre, su hedor característico a aceite de caja quemado, su rastros genéticos, sus células muertas en cada retazo del terciopelo sucio del tiempo y la falta de aseo. Exhiben las marcas de las numerosas batallas, cicatrices alargadas que quedan como testimonio de lo épico del asunto, carbón recién extraído que se mete por los poros e incrementa el riesgo de auto combustion. Ellos levantan sus piernas, sacan su falo descolorido, orgullosos lo agitan de un lado a otro, los comparan y rocían un líquido amarillento en las patas de las butacas, la mayor propiedad de cada uno de nosotros. La madera débil por lo constante del asunto cruje cuando los corpulentos machos vuelven a su posición de centinela.

La convocatoria es a las tres de la tarde. El umbral se abre a esa hora y nos transporta a la época de largos colmillos y gruesas capas de piel. Un coliseo prerromano de mínimas dimensiones, sin armas las únicas defensas son la vitalidad e inteligencia de cada quien. Por bastante soy el mas joven que había dado su vida por una de estas butacas pateándole el culo a un viejo imbecil que no hacia mas que contar las anécdotas de todo lo que tuvo, y como lo perdió. En realidad creo que muchos me agradecieron con una simple mirada de aprobación, una que otra palmada en el hombro, además de una cerveza gratis. Luego del rito de pelea los cuellos se desinflan, los falos vuelven a su lugar y todos los hombres enfilan la vista al frente desahuciando al compañero vencido. En el fondo, no podía ocultar mi dicha. Y aun mas en el fondo empezaba olvidar porque había llegado a este lugar, ya soy parte de el. Jennifer entra justo como todos los días, no tan despampanante como quisiera, pero por Dios, era la única mujer en Kilómetros. Conciente de su llegada inflo un poco mi cuello, sacó mis garras, acomodo mi falo -todo en vano- Ella pasa de largo, saluda a su padre, se instala en la mesa mas alejada y fuma un cigarro antes de empezar su labor diaria. Por su atuendo descifro el día –miércoles-

Aunque enfilados al frente ninguno de los hombres quita la vista de la mujer que entró –Jennifer- todos susurran su nombre al tiempo y empinan la cerveza en conmemoración de los años desperdiciados, las viudas, los hijos que se fueron y nunca volvieron. En cambio yo simplemente tomo un sorbo sin ninguna rememoración al fondo, solo un sorbo de la misma cerveza de hace dos años. Aun nadie me abandona, no tengo recuerdos, vivo como un espía encubierto sin recuerdos, dolientes, parientes, deseos. Dos años trabajando en el mismo lugar con la mayoría de los viejos que comparten la barra conmigo, cargando y descargando los camiones que llegan a la mina. Ganaba lo suficiente para pasar un tercio de mi vida metido en este espacio deforme que me consume día a día. Jennifer era lo único diferente que se veía por aquí. Ella es la que administra la posada en la que la mayoría de nosotros pasa otro tercio de su vida. Apenas llegué me advirtieron que dos hombres habían perdido sus manos por tocarla, y era entendible, su padre fue guerrillero cuando ser guerrillero significaba realmente algo, ahora nos servía tragos a todos y llenaba sus bolsillos con la esperanza de un retiro decente algún día.
Aunque en el algún momento sentí que tenía cierta ventaja por tener mas o menos su edad todo se esfumó cuando día a día caí en cuenta del tipo de crianza represiva que había tenido. Obligada a limpiar los desastre de un grupo de viejos sin vida, sus orines, sus excrementos, sus vómitos. Dejar acumular la mierda debajo de sus uñas, en su piel, no puedo sentir mas por ella que un profundo asco.

Ese día no hace falta decir que bebí demasiado, saltar de nunca dirigirle palabra a invitarle un trago era un movimiento nada conservador. Ella acepta y los viejos resoplan casi al unísono, puedo sentir como somos el centro de las miradas y empiezo a temer por mis manos. Nunca he dudado del poder del alcohol, y creo que este es el preciso instante para afirmar mis creencias. En dos años nunca había escuchado su voz, solo intentar una que otra vez leer sus labios en vano, escuchar sus suspiros lo que era una tarea casi imposible con los ruidos vitales de una veintena de viejos en sus últimos años. Captar su mirada cuando leía uno de sus libros detrás de la barra, me imaginaba comentando, poetizando mis palabras, estableciendo una buena critica y sacándole una sonrisa, pero si terminé en este lugar no es por mis privilegiados conocimientos en otros aspectos de la vida. Cargar, descargar, mi vida es solo eso. Quizá ella estaba cansada de todo al igual que yo. Su voz es suave, otoñal, maternal, amena, sobrecoge todo los alrededores y lanza un rayo de luz que se dispersa en los rincones más oscuros del lugar. En realidad no se que está diciendo, su nombre, Jennifer. Ya lo se todo de ti, no hace falta que digas nada mas. Sonríes, no se porque, aun no he dicho nada. Tomas un trago, y siento como tu padre nos observa –¿Tu padre? ¿No hay problema?- No, dices, me explicas que el lleva tiempo insistiendo que salgas con gente de tu edad y que te alejes de todos los viejos esos de la mina.
Claramente con unos tragos mas mis sentidos empiezan a verse afectados, mi lengua se traba en el deseo de tener una conversación fluida, mi mirada se tuerce hacia un lado y me empieza ese tic en el parpado izquierdo. Elevo la voz un poco, confiado por el beneplácito de tu padre le hago un gesto con la cabeza, en cambio el no devuelve nada, solo una fría expresión de no te extralimites. Entiendo claramente, es mas, me alejo un poco de Jennifer y establezco una distancia mínima de acercamiento –tres palmas- Tomo cordura y trato de obviar el alcohol que recorre mi sangre, le pregunto de los libros que lee, de sus aspiraciones. Voy un poco mas allá, inspirado por la confianza que me da, le pregunto su punto de vista al estar rodeada de hombres y pasar buena parte de su vida en un lugar como este.

Los ruidos de la minan no cesan. Tres turnos de hombres entran en sus fauces día tras día. Explotando, martillando, transportando el mineral. Salimos del bar y a lo lejos observamos los destellos, dos segundos después el ruido de la explosión. Termino mi cerveza y lanzo la botella a un lado del camino, esperanzado. Nos sentamos a la orilla de carretera y dejamos la conversación a un lado por ahora. Tomamos las estrellas como nuestras, la brisa que se cuela entre la selva y la llanura artificial creada por el hombre. Una montaña boca bajo que se extiende miles de metros y en su interior hombres trabajando su desdicha, muriendo con cada carga, con cada explosión del denso polvo, congestionando sus pulmones. Los ruidos animales, tigres dientes de sable que acechan a lo lejos a los mamuts que pisan fuerte y se protegen entre si, en la era glacial el hombre moderno lucha por mantener sus comodidades. Produce energía de la naturaleza y segrega un pus oscuro a cambio que devuelve como pago. Ella toma mi mano, demasiado rápido pienso yo. De piel tersa y suave caigo en cuenta en lo ásperas de las mías, eso no es importante ahora. Dejo las estrellas y me concentro en mi papel, actuar, no actuar.

Los viejos rugen entre sí, gurutan sonidos indescifrables, desde hace mil años los mismos gestos –algo se aproxima- Amenazan, dejan ver sus garras, inflan sus cuellos, fruncen el ceño y los colmillos aparecen justo cuando un macho ajeno aparece entre las sombras. La luz invade el lugar, por unos segundos y recuerdo las bondades del exterior, el olor del campo, el soplar del viento, Jennifer. Mierdas que se esfuman cuando la puerta regresa a su lugar y me hundo nuevamente el olor a humo y orine acumulado desde hace veinte años, el piso pegajoso, las cucarachas que pasean entre los vasos del lavaplatos. No quiero ni pensar en toda la mierda que hay acumulada en esta barra y las veces que le he pasado la lengua victima de una de mis borracheras, ese no es punto hoy.
En la última butaca de la asquerosa cueva en la que convivimos me siento acechado, observado por todos veo como el extraño se acerca a unos pasos de mi posición –es mi turno- Las garras se retraen y todos miran de reojo lo que parece ser el comienzo de una lucha mortal.

Mi mano descansa junto a la suya. Siento pena de mi piel pálida y mis uñas sucias, a ella no parece impórtale. Explosiones al fondo, bramidos, la lluvia que se acerca –ella se acerca y tu no te percatas- coloca su cabeza sobre mi hombro. Desde este punto de vista puedo ver la generosidad de sus pechos, confinados, su cabello que cae sobre ellos. Castaño, mal cortado, y descuidado por las muchas labores y la falta de estimulo. Aceitoso. La lluvia acecha aun mas cerca, ella al parecer no le molesta la idea. Pequeñas gotas caen sobre su piel tersa, sobre la mía amarga y niquelada otras menos agradecidas. Este es el único día que cuenta, el único día que vale todos.