26 abr 2008

11:37


Más o menos a eso de las once Ana Karina se quitaba el pijama de algodón, pequeña ropa de tela estampada con osos y otros animales humanizados que conservaba desde que vivía con sus padres. A las once el programa de variedades de escenografía barata y reutilizada ya hace varias décadas llegaba a su fin advirtiendo que era muy tarde para andar paseando por la casa en ropa de dormir ¿Qué sí la mama de Juan Andrés llegaba de improvisto con la misma pasta aderezada en el mismo tazón de porcelana Italiana? La vería en pijama y empezaría el sermón eterno prefabricado hace medio siglo de los deberes de una esposa, el cuidado del hogar, la correcta forma de vestir, levantarse a las cinco, acompañar el desprecio de sus esposo y esperar todo un día para quitarle los zapatos y encenderle un cigarro. Cantidad de argumentos que haría a una feminista perder sus cabales y escupirle la arrugada cara a la señora Lucrecia.

De mostrar medio culo con los pantalones cortos además de un buen trozo de abdomen pasaba a algo más conservador. Jeans azul celeste con una camisa de botones hasta el escote y, por supuesto, nada de zapatos te tacón para conservar la uniformidad del piso de parqué. Los accesorios se acumulaban en la peinadora al igual que todo tipo de maquillaje que ya ni usaba. En la mesita de noche un libro de autoayuda y un cenicero de cristal. Un edredón rosa con bordado en hilo plateado cubría la cama que tanto odiaba, prefería el sofá para dormir. Todo dispuesto de manera exacta por su esposo hace medio año para su comodidad pero que cumplía en todo menos en hacerla sentir cómoda. Lo material se acumulaba mientras ella lo hacia un lado recordando las ya no tan nuevas experiencias, la universidad, y lo que siempre quiso hacer y no se atrevió.

Ya salir de la casa no le causaba ninguna emoción. Pasear por las mismas tiendas y sobrecargar la tarjeta de crédito habia perdido su esencia hace ya un tiempo. En ese preciso instante, a las once 37, Ana Karina sintió ganas de matar a su querido esposo. Descuartizar, extirpar, disecar, sentir como el calor de la sangre derrama sobre su abdomen plano y desliza hacia su entrepierna manchando en edredón rosa y sus hilos plateados. Ese deseo no era nuevo en ella, cada noche, desde hace un mes, se paseaba desnuda por las habitaciones con cuchillo en mano. Varias almohadas fueron victimas de su ira. Hace una semana fue Alan, el canario de Juan Andrés ahora reposaba en la terraza junto a las gardenias.

Trató de encontrar la navaja curva que habia comprado su esposo en su último viaje al Brasil pero hacia tanto tiempo que habia dejado de reacomodar el desorden de Juan Andrés que se le hizo imposible encontrarla. Y todo esto porque empezaba a comprender que sí la única forma de calmar sus impulsos era pasearse con los senos al aire matando canarios entonces quería hacerlo con estilo y no que el mismo cuchillo de cocina con que rebanaba la mortadela.

1 comentario:

Hosted by: nessita dijo...

Me encantó este cuento desde la primera vez que lo leí en tu otro blog!

A ver si vas al Amper! ahhaha mwah!