25 sept 2009

Imprimis

I ImPrimis

En las mañanas pasaba como un fantasma, un total desconocido en la oficina. Su cubículo estaba al fondo, justo en la esquina que da a la salida de emergencia, sería el primero en salvarse después de todo. Junto a los baños. La señora de la limpieza lo saludaba siempre con una sonrisa, el se la devolvía falsamente, no por hipocresía, trataba de ser lo más cordial posible con la gente que no percibía su falta de carisma en general. Su cubículo estaba adornado por un montón de papeles de colores, en realidad solo azul y blanco, no le gustaban los demás del talonario. Pegados a un corcho amarillento que hace tiempo había perdido su función, todo se caía en primer lugar, y en segundo en los corchos generalmente se pegan cualquier cantidad de idioteces que hicieron feliz a la persona en algún momento, boletos del teatro o cine, envolturas de chocolate, cartas infinitamente cursis que empiezan con el sobrenombre que te colocó tu novia de turno y terminan con un te amo, el grafitti en colores degradados de ese mismo apodo, fotos en la playa, en la montaña, en la playa, en la montaña, y en la playa montañosa con el mismo grupo de secundaria. Luego el corcho viejo va perdiendo rigidez y suelta las tachuelas con desgana, el adolescente ya adulto y con traje lo mira, se ríe de todo lo que mencione anteriormente y lo engaveta, lo bota a la basura, o su madre lo hace, o la señora de servicio lo hace, o tu padre curioso, viejo, que nunca fue joven lo medio revisa y se siento orgulloso de su hijo profesional que dejó esas épocas atrás. En fin, su corcho siempre tuvo un solo propósito, poner facturas por pagar y deseos no cumplidos. Detrás de la factura del cable y la electricidad estaba el itinerario del viaje que planeó al graduarse, y que nunca hizo, Rio y Buenos Aires estaban en el tope de la listas, a penas visibles entre el montón de tareas que tenía que hacer. En el escritorio una ruma de discos y sus caratulas, sin nombre claro, para que sea más difícil saber que hay en cada uno, hojas de reciclaje, la Pentium 3 que la empresa se negaba a renovar, y entre todo el desorden un porta retratos digital con una única foto que cambiaba de posición por la configuración dispuesta, la chica en cuestión salía en horizontal, vertical, diagonal, se desvanecía, aparecía de repente, desaparecía en cuadriculas, se desdoblaba como pergamino, daba vueltas, siempre medio mirando, medio sonriendo, con el cabello entre los ojos daba una mirada esquiva a la persona que en ese tiempo tomó la fotografía.

Por mucho era el más eficiente del piso, y en estas cosas de trabajo eso no necesariamente está a tu favor, era la única razón por la que la gerencia lo mantenía a pesar de su curiosa imposibilidad de trabajar en equipo, hay muchas anécdotas, pero el tiempo apremia para contarlas una a una. La mayoría del tiempo terminaba sus reportes a mitad de mañana, pero igual no se iba, o no notificaba a su jefe acerca de su eficiencia. Gastaba toda la tarde observando la fotografía danzar de un lado a otro, imitando esa media sonrisa, recordando lo que se prometió a si mismo recordar, ese año, ese mes, ese día, ese preciso instante lo repasaba una y otra vez para evitar perder los detalles del arnés simbólico que lo mantenía a mitad de montaña, reacio a descender por su propia convicción, pero igual de terco en cuanto a subir, no divisaba los ojos al final de la pendiente escarpada que lo motivaba en aquella época. En su vaivén producto del viento del sur que lo movía de un lado a otro en la montaña se cruza un avión de papel que impacta justo detrás de su cabeza, dos segundos un borrador que cae cerca del porta retratos, otros dos segundos luego escucha las risas sonoras de sus compañeros que provocan un alud en la montaña y lo devuelve a la oficina dejando atrás paisajes andinos y cimas nevadas. Se levanta unos centímetros de su silla y ve como sus detestables colegas iban a la oficina del gerente a lamerle los pies como era costumbre luego de la hora del almuerzo.

Imprimis, lo que en un tiempo fue tu brújula de carne y hueso, o una serie de deseos y metas propuestas, o hasta simbolismos que te motivaban a ir un paso adelante. Lo que nunca te decepciono y por eso aun te aferras , recuerdos que utilizas para mantenerte con vida, dichas y desdichas que juntas hacen ese panorama de lo que llamaste felicidad. Ese momento que etiquetaste como feliz aun después de las catástrofes sucedidas luego. Solo recuerda los buenos momentos, los buenos momentos, los buenos momentos, tres repeticiones son suficientes para que llegue uno a tu memoria.

II Sabor Metálico

Decido que a eso sabe la decepción, pasar la lengua por un tubo de hierro a medio oxidar, ni siquiera estoy en la posición de defender ese argumento pero me convenzo de que es así, o cuando estas a punto de vomitar sin nada en el estomago y sientes ese sabor a sangre que se impregna en tu boca. Cuando fumas un cigarro sin nada mas en el estomago y sientes un vacio que no se puede catalogar como hambre, te retuerces en vano, comes en vano, hasta que cinco minutos luego desaparece. Sucede en muchas ocasiones. Cuando chocas tu carro y es tu culpa, cuando vomitas las plantas que tu madre cuida tan celosamente, cuando descubres que tu padre y la imagen que tenias de él se pierden en diez años de infidelidad. Cuando tus amigos hacen cosas no dignas de amigos. Cuando tu norte su pierde, en un mar brumoso, en una noche estrellada que se nubla y pierdes el rumbo. Los dispositivos de seguridad fallan, resbalas entre los nudos de la cuerda que te sostienes y caes al fondo del abismo, no por cuenta de otros, si no por la propia decides no aferrarte, no quemar tus manos en vano tratando de encontrar la cuerda, es algo que tú decides, no sabiendo que es peor, mantenerlo por un tiempo, o dejarlo ir repentinamente.

2 comentarios:

Elena dijo...

sabes me encantó esto, de verdad está muy bueno. está como para hacer un corto. genial!

Vitaminless! dijo...

Oh, hay muchos comentarios que no habia visto. Un corto? =D